Miguel Gomis
Fundador
Cuando la vida se pone cuesta arriba, cuando aparecen esos problemas que nunca llegan en el mejor momento, la queja y la frustración parecen inevitables.
Lo último que se nos ocurre es jugar.
¿Quién en su sano juicio se pondría a jugar cuando el día 20 ya no hay dinero en la cuenta del banco?
Y sin embargo, un niño seguiría jugando ese fatídico día 20.
Ese niño podría taparse con una sábana ese mismo día y vivir una experiencia en una tienda de campaña, o en otro universo. Quién sabe.
Hoy, en medio de emprendimientos, facturas, tensiones familiares o decisiones importantes en la sociedad de la inmediatez, olvidamos que el juego no es una distracción.
Es una herramienta de supervivencia emocional.
Jugar cuando todo parece serio no es ignorar el problema.
No es ser un irresponsable infantil con síndrome de Peter Pan (¿quién cojones inventaría ese término tan lastrante?).
Es mirarlo con ojos nuevos.
Quitarle el peso.
Cambiarle la forma.
Y desde ahí, volver a tener opciones.
TODAS y cada una de las benditas opciones.
Cuando juegas, tu cuerpo respira distinto.
Te lo repito: RESPIRAS DISTINTO.
Tu mente se relaja.
Tu creatividad aparece.
Y tu niño interior te susurra: “tranquilo, ya hemos jugado a esto antes, y seguimos vivos”.
Incluso en medio del caos, un gesto lúdico puede ser más terapéutico que mil consejos.
Una risa compartida puede abrir más puertas que una reunión formal.
Un cambio de tono, una broma o una mirada cómplice y la presión se convierte en posibilidad.
¿Te parece poco?
Entonces dime:
¿cuándo fue la última vez que jugaste ante la presencia de un problema?
Te invito a jugar.
Siempre.
Nota: No es casualidad que numerosas ramas de la ciencia hayan demostrado que los mamíferos que mejor se han solucionado y/o adaptado a los retos que han encontrado en su camino han sido, curiosamente, los que más tiempo han pasado jugando.
Lo último que se nos ocurre es jugar.
¿Quién en su sano juicio se pondría a jugar cuando el día 20 ya no hay dinero en la cuenta del banco?
Y sin embargo, un niño seguiría jugando ese fatídico día 20.
Ese niño podría taparse con una sábana ese mismo día y vivir una experiencia en una tienda de campaña, o en otro universo. Quién sabe.
Hoy, en medio de emprendimientos, facturas, tensiones familiares o decisiones importantes en la sociedad de la inmediatez, olvidamos que el juego no es una distracción.
Es una herramienta de supervivencia emocional.
Jugar cuando todo parece serio no es ignorar el problema.
No es ser un irresponsable infantil con síndrome de Peter Pan (¿quién cojones inventaría ese término tan lastrante?).
Es mirarlo con ojos nuevos.
Quitarle el peso.
Cambiarle la forma.
Y desde ahí, volver a tener opciones.
TODAS y cada una de las benditas opciones.
Cuando juegas, tu cuerpo respira distinto.
Te lo repito: RESPIRAS DISTINTO.
Tu mente se relaja.
Tu creatividad aparece.
Y tu niño interior te susurra: “tranquilo, ya hemos jugado a esto antes, y seguimos vivos”.
Incluso en medio del caos, un gesto lúdico puede ser más terapéutico que mil consejos.
Una risa compartida puede abrir más puertas que una reunión formal.
Un cambio de tono, una broma o una mirada cómplice y la presión se convierte en posibilidad.
¿Te parece poco?
Entonces dime:
¿cuándo fue la última vez que jugaste ante la presencia de un problema?
Te invito a jugar.
Siempre.
Nota: No es casualidad que numerosas ramas de la ciencia hayan demostrado que los mamíferos que mejor se han solucionado y/o adaptado a los retos que han encontrado en su camino han sido, curiosamente, los que más tiempo han pasado jugando.