Por fisiología, debería haber nacido un 3 de agosto de 1974, a las 21:00 horas.
Pero en ese momento no había médicos, ni matronas, ni personal atendiendo en el hospital. Así que metieron a mi madre en una sala, sola, mientras tenía las contracciones. Sin nadie que la apoyara, sin una mano que tomar. Le dijeron simplemente: “Aguanta, tienes que esperar”.
A las 9 de la mañana del día siguiente llegó el médico y el equipo. Nada menos que 12 horas después. Una noche entera de abandono y soledad, llena de dolor. Y sobre todo, como ella me contaba, de una angustia profunda por el miedo a perderme. Pero también de una fuerza sobrehumana —es decir, materna— que logró lo imposible: mantenerme con vida dentro de ella.
En ese momento, todo fueron prisas, alarmas, urgencia. Nos íbamos los dos al otro barrio. Pero la vida no quiso que fuera así. Mientras yo luchaba, semi-ahogado en mi propio líquido amniótico, y parecía que no había opción, mi madre, contra todo pronóstico, seguía consciente. Seguía cuidando de mí.
He sido consciente de que este patrón se repite casi siempre en mi vida. Una barrera se interpone en cada acto que representa un nacimiento, un inicio, para que, cuando todo parece llegar al final y parezco perdido… termine apareciendo.
No ha sido diferente en este Gran Programa, que ahora llega a su fin. Aunque en realidad, nunca fue un fin: fue el medio para salir con más vida y volver a nacer.
A un día de su cierre, sé que este tampoco es un nacimiento a destiempo: siempre es el momento justo.
Aprendí que no es cierto que, para llegar a tiempo, habia que correr. Ni que, para que el tiempo no te atrapara, habia que ir lento. Que no hay más lugar donde ir, que a tu lugar propio.
Yo lo estuve buscando fuera durante “siempre”. Por todo el planeta. A través de muchas culturas y civilizaciones ancestrales. Iniciación tras iniciación. Maestro tras maestro.
Siempre con ojos de admiración, sorpresa y misterio y también desesperación. Nunca terminaba de encontrarlo.
Porque ese lugar estaba mucho más cerca que cualquier sitio al que hubiera ido.
Este programa es sanador, desde el primer seminario hasta el último, porque Isra es uno de esos maestros que tienen el don, la virtud y el coraje de ser ejemplo vivo de lo que enseñan. Y solo eso, realmente, puede sanar. Aunque —como siempre— que ocurra o no, nunca depende del maestro.
Buenas. Soy Santiago Úbeda. Es 30 de junio. Hoy me presento.
Soy terapeuta desde hace 23 años. Osteópata de profesión, entre otros títulos que te da el mundo para identificarte con algo.
Tengo una página web —sí, una de esas que tenemos todos los osteópatas— con miles de fotos y textos que ni al que los escribió le interesa leer. Una de esas que hay que pasar por la hoguera y rehacerla desde la raíz.
Aun así, ha traído a muchas personas a mi consulta, lugar donde intento aportar algo de verdadero valor.
He dedicado todas mis respiraciones, a conocer la vida, a estudiarla, a vivirla, a mal vivirla, a recuperarla… y a mostrársela a quien se le escapaba.
Porque para mí la falta de salud no es más que una cuestión de una pérdida de tiempo y espacio, pero también el remedio y la oportunidad de recuperar tu propio lugar en el mundo. Y siempre hay lugar para la mejora, no hace falta tener un certificado en cuerpo escombro. Tampoco necesitas una voluntad olímpica. Solo ir sintiéndote bien contigo mismo y saber que eres útil ahí fuera, siendo quien verdaderamente eres.